Hagamos un acuerdo: perdonémonos siempre y procuremos que el otro sepa que no solo está en nuestra sangre. No importa cuán cursi suene y qué tan irreal parezca. Perdonar es liberarse y abrigar al amor.

Ser hermanos es tan arbitrario cómo vivir. Ninguno pidió estar aquí ni compartir; ninguno sabía a qué genios, estados de ánimo ni manías se enfrentaría; pero la maravilla de la infancia y la espontaneidad que nos regala, nos facilitó comprender, negociar y querer. De golpe en golpe y pelea tras pelea, alcanzamos la adultez. Y esa madurez nos trajo la simpatía, la complicidad y el apoyo.

Hagamos este acuerdo: resguardémonos de la distancia y el frío de la lejanía. Quitémonos la máscara del orgullo que oculta la incapacidad para asumir errores y pasar la página. Regalémonos la maravilla de ser incondicionalmente hermanos hasta el final de los días. Derrotemos la soberbia y apostémosle a la sinceridad con nobleza, al carácter con sencillez.

Finalmente, la madurez no es más que darle valor a las dulces pequeñeces, proteger a la familia y aprender a perdonar. Entre más maduros somos, más valoramos las risas de niños, los miedos infantiles, las rabietas vividas y la personalidad que todos esos momentos nos han dejado.

Hagamos un homenaje al amor cotidiano, irrompible y eterno. Que sea un trato.

Por: Hope Fonts

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