El niño de azul rey

El niño de azul rey

Yo quería que tu papá y yo te viéramos nacer. Habíamos hecho el curso psicoprofiláctico con la dedicación de dos estudiantes aplicados para obtener la certificación que le diera el derecho a presenciar uno de los momentos más importantes de nuestras vidas.

Leí durante el embarazo sobre la importancia del paso del bebé por el conducto vaginal, la lucha de madre e hijo, juntos, por la vida. Practicamos con tu papá la respiración que te llevaba más oxígeno y la que debía usar cuando empezaran las contracciones. Me imaginé el cordón umbilical palpitante y la posibilidad de conservar la placenta para usar todas sus propiedades como abono y tal vez sembrar un árbol. Preparé mis pezones y mi mente para darte mi calostro y dedicarme por completo a nutrirte de vida.

Pero no tuvimos nada eso tú y yo.

Desde la semana 26 todo cambió. El diagnóstico de restricción del crecimiento no solo descartó la idea de que la placenta sirviera de mucho, sino que nos mentalizó para una cesárea y me mandó a trabajar desde casa con seguimientos semanales que solo buscaban que crecieras lo máximo posible para llegar a este mundo. La lucha por la vida la empezaste desde antes y tuviste que hacer toda clase de maromas para desarrollarte con los pocos recursos que te podía proveer, hasta que incluso el líquido amniótico fue insuficiente.

El día que cortaron mis siete capas de piel y tejido para desprenderte de mí, tu papá tuvo que esperar afuera. Eras tan pequeño que el procedimiento era de alto riesgo y no permitían la compañía de nadie -y yo que quería tener un testigo de tu color, de tu respiración, de tu primer grito de triunfo-. Yo solo pude ver el hilo de humo que salía desde el otro lado del telón y los ojos del anestesiólogo que me miraban solidarios preguntándome de vez en cuándo cómo estaba.

No sentí cómo te desprendiste de mí, ni te vi asomarte desde mi cuerpo. Solo la voz del doctor Acuña -siempre tranquilizadora- me avisó que ya habías nacido. Pero no le creí porque no te veía, no te escuchaba. Solo me limité a preguntar: ¿Si?, “sí” me respondió él. Luego escuché a la pediatra decir que orinaste.

Pero no fue hasta que tu llanto rompió el silencio frío del quirófano que creí que existías, que estabas bien y que no solo eras un rompecabezas de ecografías en mi mente. No fue hasta que acercaron nuestros rostros y pude saludarte con una corta presentación y un beso, que me dije: soy mamá.

Mientras me cerraban y me llevaban a recuperación tu papá se encontró contigo. Me dijo que te vio en la incubadora desde lejos gracias al gorro azul rey que escogió para reconocerte y que te siguió con los ojos y con las piernas hasta que llegaste a la Unidad de Recién Nacidos al otro lado de la clínica. Allá te revisó con detalle, miró tu cabeza redonda, contó tus dedos, tocó tus rodillas y te acomodó una media.

Mientras yo debí resignarme a que tu primera comida fuera la leche de fórmula y a sentir el vacío en mi vientre mientras me reencontraba contigo, tu papá recibió con atención toda la información sobre nosotros, tomó nota mental de las recomendaciones y se entregó en cuerpo y alma agradecido, a los duros días que siguieron: el continuo y esperanzador conteo de gramos que nos permitieran llevarte a casa, mis dolores y hormonas alborotadas, los horarios para estar contigo y los gases lacrimógenos que ese noviembre afuera de la clínica nos recordaban el mundo en el que vivimos.

Yo te parí con mi cuerpo, él te parió con el corazón. Y cuándo le pregunto que si está seguro de que tú de verdad eres el mismo que estaba en mi panza, siempre me dice: era el único de azul rey.

Por: Hope Fonts

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