“A mí me asesinaron” murmuró. Fue un murmullo seco en medio de un sueño en el que divagaba sobre el hermoso paisaje sabanero; un murmullo entrometido, sin personaje puntual.
La frase llamó mi atención –no lo voy a negar- pero se olvidó rápido en los ires y venires diarios. Por esos días estaba metido de lleno en la investigación biográfica de Antonio Nariño. Mis días los pasaba entre mi biblioteca personal y la Biblioteca Nacional.
Pero el murmullo se repitió. Esta vez no en un sueño, sino en la biblioteca: “A mí me asesinaron”. La segunda vez fue más seco, más severo, menos murmullo. De hecho miré a la compañera de mesa que me acompañaba para comprobar si lo había escuchado, pero no fue así. Ella, seguía embebida en la lectura y yo tan solo me vi como un despistado, “Debe ser mi imaginación” pensé.
Pero mi situación se complicó días después cuando pasé por la sala de mi casa y escuché más claramente esa voz varonil pero al tiempo suave y juvenil: “Enrique, a mí me asesinaron”. Quedé helado, mis pulsaciones se aceleraron y miré hacia todas partes en busca de una cara graciosa que me estuviera jugando una broma. No la encontré. Mi esposa había salido hace un rato con los niños y no había nadie en casa. “¿Qué pasa?” me pregunté mentalmente, sintiéndome medio tonto, medio supersticioso en la mitad de la sala. “Necesito un trago” atiné a decir.
Pasaron varios meses antes de que la voz regresara. Esta vez visitábamos con algunos de mis estudiantes la Casa de Poesía Silva. Este albergue de leyenda fue la vivienda en la que creció el padre del modernismo en Colombia y como en clase explorábamos por estos días ese género literario, estuvimos recorriendo sus salones y habitaciones, extasiándonos con sus historias y las tertulias de las que otrora fuera escenario. “Si las cosas hablaran” les dije a mis estudiantes que, fascinados con la leyenda de José Asunción, se habían repartido por toda la casa para apreciar las exposiciones, los libros y el salón de audiolibros.
El tiempo se detuvo cuando visitamos la habitación de su protagonista. Una fuerza desconocida logró cambiar los colores de la habitación, envejecieron; el blanco se convirtió en tierra, las bibliotecas y escritorios de esta oficina desaparecieron, y como una visión, aparecieron ante mí, una cama destendida y una mesa de noche con el libro “El triunfo de la Muerte”. “¡Enrique, a mí me asesinaron!”. Esta vez la frase fue más tenebrosa, más profunda, las palabras estaban llenas de tristeza y rabia, la voz masculina y joven sonó áspera y fuerte. Ya no fue un murmullo. Las palabras quedaron retumbando en mis oídos, y el letargo, ese sueño en el que me había metido por unos segundos, fue interrumpido por una cálida mano que tocó mi brazo y me sacó del letargo de terror en el que estaba sumergido. “Profesor…” dijo mi joven estudiante con una amplia sonrisa. Al verla regresé, abrí bien los ojos y volví mi mirada hacia la oficina que lucía tal cual la había visto anteriormente. Le dije: “¿Escuchaste?” “¿Escuchar qué profesor?” respondió. “Nada… nada”.
¿Me estaba volviendo loco? ¿qué pasaba conmigo? Esa noche lo consulté con mi esposa y ella me contestó con una sonrisa, que estaba tan embebido en mi investigación y en las clases de la universidad, qué por eso estaba empezando a alucinar. “Tienes que descansar” afirmó. Pero no pude dormir esa noche. Até los recuerdos de las veces anteriores e intenté buscar razones para esto. No podía ser el cansancio o algo que me atormentara. ¿cuál asesinato había estado investigando? ninguno. Mi cabeza me jugaba una mala pasada y sin querer aceptar que un ser del más allá me estuviera hablando, intenté buscar las razones del por qué mi cerebro estaba construyendo esa frase que me había aterrorizado ese día en la Casa de Poesía Silva.
¡Silva! ese fue el nombre que vino a mi mente. Recordé su biografía: poeta bogotano, padre del modernismo en Colombia, hijo de Ricardo Silva y Vicenta Gómez, se suicidó cuando tenía treinta años una noche en su casa después de una velada y tertulia, ¿cómo no recordar su profunda poesía y el amor que profesaba a su familia? Un momento… regresó la frase: “A mí me asesinaron”.
Todo de repente fue claro para mí. Desperté a mi esposa en mi afán por compartirle un descubrimiento, una lluvia de ideas que llegaron a mi mente en segundos, una verdad sin descubrir que me llenaba de palpitaciones el corazón. “¡A José Asunción Silva lo mataron!” le dije, “¿me escuchaste?” “lo mataron”. “¿Cómo así?” “¿Quién?” “¿Por qué?” “¿Estás bien?” fue lo que atinó a decirme cuando la desperté a la mitad de la noche.
Ahí empezó mi desvelo, no podía conciliar el sueño más de dos horas. La biografía de Antonio Nariño fue suspendida de tajo por ese afán que surgió de tratar de descubrir la verdad ¿Quién era el papá de José Asunción? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿A quién podría molestarle su presencia o su actitud en la Bogotá de finales del siglo XIX?
Resultó de mi tormento un recorrido histórico asombroso. La familia de Silva había estado marcada por la muerte, la tragedia y tenía una estrecha relación con la historia nacional. Una familia llena de hombres brillantes, comerciantes y lúcidos escritores que marcaron la Bogotá de la época. Lo más interesante es que por la importancia de su familia, encontré muchos registros escritos y biografías mediocres que cuentan un poco de ese muchacho que aprendió a leer desde los dos años, hablaba varios idiomas y pronto se dio a conocer a través de diferentes medios escritos, como uno de los poetas promesa del idioma y de la capital de la República.
La obra me hablaba de eso… con los días empecé a regular mi sueño y a calmar esas palpitaciones que me apresuraban por pasillos de libros y hemerotecas. Mi esposa me advirtió que ya que había puesto en el congelador la biografía de Nariño y me había metido en problemas con mis editores, debía llevar este nuevo reto con tranquilidad.
Y una tranquilidad intensa fue la que viví por esos días. La obra de Silva me convirtió en uno de sus mayores admiradores. Famosos poemas como Nocturno II daban la razón a sus biógrafos sobre la soledad y la tristeza que en la última época vivió el poeta; pero dentro de su riqueza bibliográfica, uno encontraba poesías escritas con la maravilla de recuerdos de su infancia y familia, que mostraban que fue un hombre de hogar y agradecido por la vida. Un joven lleno de esperanza por el futuro, pese a las vicisitudes que el destino le obligó a afrontar.
Me convertí en un testigo fantasmal de la vida del poeta. Era como si José Asunción me llevara de la mano por su biografía, sus textos, las versiones contradictorias de su muerte, la leyenda de que le había pedido a su médico que le marcara la ubicación del corazón y el rumor del que dijo que estaba acosado por sus deudas y el dinero. Cada uno habló a su manera de la forma en que habían sucedido las situaciones. Otros crearon conversaciones fantasiosas en los que mostraron al poeta como un bohemio y triste hombre totalmente desesperanzado por el futuro.
¿Por qué desesperanzado? Las deudas empezaban a pagarse poco a poco y el ahogo que había sentido él y su familia iba bajando como agua mansa. ¿Por qué desesperanzado? Si había sido nombrado cónsul en Guatemala. Los registros demuestran que Silva estaba dejando todos sus documentos listos y terminada su novela De Sobremesa, para asumir ese cargo que le había sido asignado y que sin duda alguna, sería una gran ayuda económica para su familia. ¿Por qué desesperanzado? Si estaba enamorado. Los registros evidenciaban cómo José Asunción, en medio de los avatares que vivía por esa época, había caído a los pies de una hermosa bogotana que al parecer le correspondía, pero con quien no había querido tomar la iniciativa hasta no respirar tranquilo con su estabilidad laboral y la economía de su familia.
Sí, la tristeza había tocado a su puerta. Creí ver a José Asunción abatido con la partida de su padre, pero aún más con la pérdida de su hermana Elvira. Una de las mujeres más bellas y brillantes de la sociedad bogotana. Su corazón sentía una presión constante que no lo dejaba ser él, que opacó sus pasos por las calles de La Candelaria, que afianzó el apodo de engreído que le habían puesto en la ciudad: José Presunción. Creí verlo decirme caminando por el Chorro de Quevedo: “Yo estaba devastado, pero sabía que no todo estaba perdido y que mis mujeres (su madre Vicenta y su hermana Julia) me necesitaban”.
Su imagen fue la más clara de todos los sucesos que tuve en esos años. Creía volverme loco, pero luego entendí que ese espíritu, esa alma que había sido enterrada con un poco de cal en la cara, que había sido criticada por toda la sociedad bogotana por haber sido el hereje que se mató y abandonó a “sus mujeres”, solo había sido una víctima como su padre y como su abuelo, de la envidia bogotana.
Sus denuncias en varios periódicos sobre la mafia que había detrás de la falsificación de billetes, fueron uno de los móviles para eliminar a ese prepotente señorito bogotano, que sutil y elegantemente denunciaba a través de su pluma, las pistas que sin duda ayudarían a capturar a los personajes oscuros que estaban detrás del suculento negocio ilegal: gente con dinero para mantener las instalaciones y las máquinas que falsificaban con gran precisión los billetes que ya eran casi el 50 % del papel moneda de la Bogotá de finales de 1800.
Todas las versiones de la muerte de Silva eran confusas y contradictorias, pero tenían algo en común: apuntaban a que el triste poeta se había suicidado agobiado por las deudas.
¿Y el José Asunción Silva que yo había leído? ¿el que estaba superando sus problemas? ¿el que había corrido para terminar su novela? ¿y el que se preparaba para ser cónsul? ¿dónde quedaba? no podía ser el mismo que describían.
“A mí me asesinaron” retumbaba en mi mente la frase que hace años había llegado a mis oídos como un llamado de auxilio. “José Asunción Silva no se suicidó” les comenté a varios amigos. Todos concluyeron que estaba obsesionado y que era imposible demostrar cien años después que yo tenía la razón, o mejor, que Silva en su insistencia diaria y errante, tenía la razón. Finalmente –dijo una amiga- resulta más romántica la versión del poeta perturbado que no pudo soportar a la sociedad incomprensiva y que pudo entender con mayor profundidad las desdichas del mundo; que la del hombre sagaz que estaba sacando a su familia de la quiebra con el pago de sus deudas y su nuevo cargo.
Puede ser –pensé- pero todo seguía siendo un mar de confusión. Algo en mi interior –el espíritu y la voz de José Asunción Silva en mi cabeza- me decía que no podría soportar otro centenario de impunidad. Su madre y su hermana habían tenido que aguantar las críticas de los bogotanos, la lástima camuflada en jueces que con falsas palabras adulaban al poeta, mientras por las calles hablaban de su pecador y egoísta acto suicida. Los trabajos que tuvieron que pasar para salir adelante en una sociedad patriarcal, las lágrimas que derramaron por la luz en su camino que se había apagado para siempre.
Yo podía sentir ese dolor, ese vacío y por supuesto la impotencia que trae la impunidad. No podía creer que lo que había escrito el mismo poeta en su novela, fuera realidad: “Sobre mi cadáver todavía tibio comenzará a formarse la leyenda que me haga aparecer como un monstruoso problema de sicológica complicación ante las generaciones futuras”.
Sí, a José Asunción lo habían matado, sí, ese ser espectral que me hablaba tenía la razón. ¿Pero cómo probarlo? Todos los testimonios de la época, aunque contradictorios, apuntaban hacia esa teoría y yo, me había convertido en un viejo loco que solo repite que el poeta no se suicidó, sin poder revelar una prueba contundente que me permitiera salir del limbo en el que había entrado hace más de cinco años.
“¡Ya no me atormentes!” “¡ya no más!” le decía al poeta en mis sueños. Me sentía agotado mientras caminaba por un laberinto sin salida, hasta la noche que logré conciliar el sueño y sumergirme en una profunda visión:
La noche del 24 de mayo de 1896, Hernando Villa quedó conversando unos instantes con José Asunción Silva… la ramada donde se abrigaba la maquinaria para la fábrica de baldosas no era muy segura, el guardia contratado para cuidarla descansaba los sábados, y José Asunción tenía que responder a sus socios capitalistas por el valor de los elementos depositados allí, de acuerdo con el compromiso contraído en la escritura del pasado 15 de abril. Tan pronto como se retiró Hernando Villa, José Asunción tomó su caballo y galopó por San Victorino abajo, camino de Fontibón. Al llegar a la fábrica lo emboscaron, y antes de que pudiera percatarse del ataque, le atinaron con destreza un tiro en el corazón… Trasladaron el cuerpo a Bogotá y lo introdujeron en la casa de los Silva Gómez. A esa hora de la noche no era probable que nadie los viera, y si los veían no habría problema. Los vecinos se habían acostumbrado al horario disparatado de José Asunción. Con sigilo acomodaron el cadáver en la cama, le pusieron la camisa de dormir, le quitaron las botas y le calzaron los zapatos charolados, y ubicaron el revólver de modo que se viera que el poeta se disparó directo a “la punta del corazón”… 1
Todo fue claro de pronto ¿Por qué nadie había escuchado el tiro del suicida en la madrugada de la Candelaria? Porque no había sido allí. Los asesinos habían encontrado la coartada perfecta y sabían que los sábados el poeta hacía ese trayecto oscuro y lejano a Fontibón. José Asunción Silva pasó a la historia como el poeta bohemio y malo para los negocios que no resistió la presión social. En cambio, los falsificadores de billetes y los envidiosos de Bogotá, se llevaron entre sus dientes la cruel verdad que terminó de empañar la vida de las Silva Gómez.
Todo esto terminó un 13 de octubre. El día que logré los permisos necesarios para disparar un tiro en una casa de La Candelaria. Con todas las precauciones necesarias, pasadas las 3 de la tarde, oprimimos el gatillo que asustó a tres cuadras a la redonda; pese al sonido ambiente del día, pese al tráfico y pese a la música de los lugares cercanos que estaban abiertos a esa hora del día, los vecinos preguntaban qué había sucedido, mientras que mis acompañantes explicaban que se intentaba de una simple prueba… la simple prueba de mi vida, la simple y cumbre prueba que sin lugar a interpelación descubrió que esa noche del 24 de mayo de 1896, con todo el silencio de la hora y de la Bogotá de la época, José Asunción Silva Gómez no pudo haberse suicidado. Una prueba que esperó paciente y silenciosamente casi cien años, la prueba que desde ahí me dejó dormir cada noche en paz.2
Por: Hope Fonts
- Santos Molano, Enrique. Fragmento literal de El Corazón del Poeta. 1992. Página 898.
- Cuento basado en el libro El Corazón del Poeta
Escritos del mismo autor: Un café para el alma, Ella, De que las hay, las hay, FARC sin la A, un nuevo paso, Viaje a la nada. Sala de espera. una reseña. Extraordinaria desnudez