De que las hay, las hay

De que las hay, las hay

Dicen que todas las personas que llegan a la edad más madura de su vida empiezan a sentir la compañía de una bruja, un ser malvado que se aprovecha de la debilidad de su otoño para darles puntazos por el cuerpo, para apretarle los órganos, para empujarlas al suelo y burlarse de ellas.

En mi pueblo no hay viejo que se salve de las brujas. Ellas los acompañan a todo lado, los rodean y se burlan de ellos. Al final se aprende a vivir con sus burlas y a sobrellevar sus piquetes, golpes y amargura. Nuestros chamanes, aunque nada que descubren el origen de las brujas ni el por qué nos atormentan, tienen varios artilugios para lograr ignorarlas por ratos, superar rápidamente sus puntazos y aliviar las penas que traen.

Dicen que las hay de todas las formas, edades y vestimentas. Sin embargo, todos los viejos que se atreven a hablar de ellas, afirman que la mayoría son mujeres mayores con vestidos oscuros y largos bastones con los que causan todo tipo de desmanes a su “embrujado”. Ellas son un secreto a viva voz. Todos hemos escuchado de su existencia, conocemos historias, desde las más crueles hasta las benevolentes que solo molestan de vez en cuando; pero nadie lo comenta en público, porque nombrarlas es invocarlas.

Yo no recuerdo haber hablado de ellas, ni siquiera las conocía. Yo era joven e incrédula. Iba por la vida como todos los del pueblo: ignorando que a todos, todo nos puede pasar; hasta ese 22 de noviembre. Esa noche sentí un piquete en el hombro derecho, un punzón que evitaba que lo levantara e hiciera movimientos fuertes. Lo ignoré. Y con la indiferencia, lo aislé. Pero era la bienvenida, el abrebocas a la oscuridad.

¿Por qué? La eterna pregunta sin respuesta (o sin consoladora respuesta), eso fue lo que dije cuando tuve que aceptar que me acompañaba una bruja. La primera vez que la vi fue cuando apretó tan fuerte mi mano derecha una madrugada, que me fue imposible conciliar el sueño. No importaba cómo me acomodara o qué tomara, ella me mandaba cada cierto tiempo, apretujones que me inmovilizaban. Ese día vi su bastón por primera vez, acercándose desde algún lugar a donde no alcanzaba a ver y enrollándose fuertemente en mi mano sin que yo pudiera evitarlo. Tuve miedo, me mentí y dije: es solo un sueño.

Y debía ser solo un sueño. Las brujas solo acompañan a los viejos. Me faltan como 30 años para ubicarme allí. “No quiero ser una excepción” pensé. Por eso empecé a visitar chamanes y cada uno daba una razón distinta a mis punzones. Mientras me examinaban, cada día los apretones iban llegando a otras partes de mi cuerpo: rodillas, codos, cadera, cuello… y así como llegaban desaparecían mágicamente, mostrándome solo la punta flexible del bastón, llegando a mí desde lo lejos, precedidos por distantes risas, como un juego macabro y misterioso.

El futuro llega para algunos más rápido que para otros. “Tu bruja llegó” me dijo la última chaman a la que consulté y quien estaba consciente de las torpes excepciones que aparecían en el pueblo. “a veces las brujas rencorosas quieren alimentarse de la juventud y su vivacidad para enriquecer su espíritu” agregó.

Mi suelo tembló e imaginé todos los momentos felices de mi vida ensombrecidos por una bruja rencorosa. No entendía por qué se quería desquitar conmigo. Miré mis manos doloridas y mis piernas temblorosas, traté de reafirmar en el piso las plantas de mis pies marchitos; y cuando levanté la mirada, la vi: sonriente, satisfecha, plena, pero vieja y oscura.

La tierra se acabó de derrumbar y pasaron por mi mente como en un rollo fotográfico, todos los momentos que se arruinarían: el bastón martillando mis pies cuando quisiera bailar o punzando mi vientre cuando quisiera concebir. Además ¿quién querría compartir la vida con una mujer embrujada? Sería imposible ocultarlo en algún momento, sus golpes y estrujos serían tan fuertes que ni el mejor actor podría ocultarlo.

Así empezó mi vida con ella. Empecé a enfrentarla con menjurjes fuertes que la repelían por días, así que a veces hasta olvidaba que existía. Pero ella empezó a usar la naturaleza a su favor. Enviaba olas de frío que me entumecían y permitían que me rodeara en las noches, aprovechaba las heladas que dañaban los sembrados para meter neblina bajo la puerta y colarse entre mis sábanas. Era una lucha diaria. La indiferencia ayudaba mucho, pero ella se hacía notar. Enviaba cualquier punzón para recordarme que estaba en mi vida y cuando tenía momentos en los que lograba concentrarme mucho, me enviaba un efecto estatua. Me dejaba paralizada cuando intentaba ir al baño o tomar un café. Mi cuerpo se adormecía y un batallón de hormigas me recorrían, en una batalla contra mi indiferencia. ¿Cómo ocultar su existencia?

A veces cuando veía el atardecer, la sentía acercarse poco y poco y rodear alguna parte de mi cuerpo como una serpiente. Así me avisaba que mi noche iba ser infernal, porque su punzada, o apretujón o pellizco, iba a estar dirigido a esa zona. Siempre la escuchaba murmurar burlas y alegrarse de que alguien notara mis penas.

Cuando descubrí hierbas para enfrentarla al atardecer y nuevos menjurjes para repelerla en el día, ella se apoderó de mi sueño. Allí, en ese lugar en el que no estoy, me vendaba las manos y los pies noche tras noche, apretando fuerte para que no pudiera evitarlo, hasta lograr que mi amanecer fuera el de una momia viviente coja y debilucha, que añora los tiempos de libertad.

Ninguna mañana ha sido igual desde ese día. La bruja se alimenta de mi tristeza y mi tristeza aumenta cuando mi cuerpo se siente más atrofiado, y si la bruja está feliz yo vivo una tortura, y si vivo una tortura, la congoja se apodera de mí. Es un círculo vicioso. Soy una carcasa joven con un interior envejecido, que lucha cada día con menjurjes para ahuyentarla, con chamanes para encantarla y con plantas para alegrarme los días.

Pero alegrarme los días es arruinarle los días a ella, es incumplir su ciclo doloroso y es llenarla de motivos para atacarme de nuevo. La felicidad es efímera, primero porque no siento cuando llega y segundo porque sé que pronto se irá. Es mi visitante favorito y el odiado por ella. Cuando la felicidad me acompaña, la bruja pone una escoba detrás de la puerta y yo solo ruego que no funcione como antídoto a la alegría. Con la felicidad descubrí que los sentimientos son personajes que nos visitan y que no vemos hasta que una bruja se instala en nuestra casa. La felicidad me enseñó que ella es volátil y la bruja no, y que los instantes dolorosos solo se irán temporalmente. “No hay opción, no puedo vivir contigo” me dijo. Por eso el único paliativo es la esperanza, acompañada de menjurjes y toneladas de perdón.

Ahora, cada tarde la invito a tomar un café. Cada vez que levanta la taza deja más relegado su bastón, y yo le sonrío hinchada de plenitud, esperando que no note, que por unos minutos y en silencio, ella y yo respiramos la misma tranquilidad.

 

Por: Hope Fonts

 

Escritos del mismo autor:  Viaje a la nada, FARC sin la A, un nuevo paso, El secreto de José Asunción, Un café para el alma. Ella.

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